Querida Elisa:
Desde que tenemos la chimenea abierta, sin esas puertas de hierro que hacían tanto ruido, pasas mucho más tiempo delante de ella. Te sientas en el balancín del salón con la luz apagada y miras todo el rato hacia las llamas. Al fondo suena tu música preferida, y casi siempre sube uno de los gatos a tu regazo porque les gusta el resplandor tanto como a ti.
Empiezo a sentir celos del fuego, Elisa. Ahora sólo tienes ojos para él. Aunque yo también esté en esa misma habitación, noto que no puedes apartar la mirada, que te olvidas completamente de mí. A veces me muevo unos segundos para que recuerdes que sigo sentado a unos metros de tu butaca. Giro la cabeza hacia la ventana o me levanto del sofá para que veas mi sombra en la pared, pero ni siquiera entonces consigo que me hagas caso.
Elisa, ¿qué ves detrás de los troncos? Me gustaría encontrar lo mismo que tú. Hay tardes en que te lo pregunto, en que estoy deseando enterarme, pero enseguida me pides que me calle. Intento concentrarme todo lo posible, distinguir algo más allá de las brasas, pero al final acabo distrayéndome y pensando en mis cosas. Y luego, cuando volvemos a hablar mientras cenamos, te ríes y me dices que no entiendo nada.
¿Qué ocurre al otro lado, Elisa? Yo también quiero estar allí. Ha habido noches, después de haber bebido juntos, en que has estado a punto de contármelo. Sí, empezabas a describir un lugar o a alguien que conociste en algún sitio, y yo te escuchaba con atención. Quizá insistía demasiado, porque llegaba un momento en que te quedabas en silencio y ya no había forma de saber.
¡Déjame ir contigo, Elisa! Te prometo que pondré el sillón al lado del tuyo sin hacer ruido y que miraré sólo hacia delante. Te prometo que no moveré el cuerpo ni un milímetro, que estaré tan quieto como tú. Escogeremos una llama pequeña, una de esas lenguas de fuego que no crecen mucho en altura pero que tardan horas en extinguirse. Arderemos a la vez en un trozo de árbol, en un resto del bosque, y seremos la misma ceniza para siempre.